LA niña pregunta si el fin del mundo está cerca y él le dice que no con la convicción del viejo dinosaurio que no las tiene todas consigo. Están viendo juntos el telediario mientras comen huevos con gulas y, entre bocado y bocado, un tsunami se traga 20.000 personas y convierte sus pueblos en gigantescas escombreras. Ella no le quita ojo a la pantalla y él guarda silencio. Mientras untan pan en la segunda yema, un par de reactores nucleares saltan por los aires contaminando arroyos y campos. Grupos de niños cubiertos con mantas se calientan con estufas de queroseno refugiados en escuelas y polideportivos.
"¿Sus padres han muerto?", pregunta ella.
"No todos", dice él.
En el otro extremo del mundo, una coalición de países civilizados que han vendido aviones y tanques a un dictador con gafas negras, los bombardean ahora generando, de paso, un horizonte de futuros negocios. No han empezado aún con la fruta y un soldado norteamericano aparece posando junto al cadáver de un joven afgano como si se tratara de un trofeo de caza.
Aunque en su instituto no hay crucifijos colgados de la pared, ella suelta de sopetón:
"Aita, ¿Dios existe?".
"Solo los miércoles", responde él en un intento absurdo de buscarle una excusa, de que ella pueda dormir tranquila esa noche después de lo que ha visto.
Una vez en el dormitorio, ella captura una polilla que se golpea contra una lámpara y cuidadosamente la libera por la ventana. Después de todo, piensa él, puede que Dios solo esté de baja por estrés.
Josetxu Rodríguez
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