SUCEDIÓ como suceden estas cosas: se lo
encontraron un día en la calle, a los niños les cayó simpático y
decidieron llevárselo a casa. Enseguida se hizo a su nueva vivienda y
se le notaba que estaba cómodo en el rincón donde colocaron su cama y
sus cosas: una manta calentita, su plato y la caja de galletas que más
le gustaba.
Al principio todo fue muy bien. Los niños estaban
encantados. Le acariciaban, le besaban, comían al mismo tiempo, salían
juntos a pasear y cuando llegó el verano quisieron llevárselo de
vacaciones. Fue un poco lío porque se mareó en el coche y hubo que parar
varias veces para que pudiera orinar. Además, una vez en la costa, los
críos hicieron nuevos amigos y le dejaron semiabandonado. Por eso,
decidieron que no volverían a hacerlo.
Fue pasando el tiempo y la
convivencia sufrió cierto deterioro. Los críos casi no le hacían caso y,
con los años, sus manías se agudizaron. Se le veía abatido, las
galletas dejaron de gustarle y había que hacerle comidas especiales y,
lo que es peor, iba dejando los pelos en el sofá, en el lavabo, en la
moqueta... Se plantearon trasladarle a algún lugar donde pudieran
prestarle más atención que en una casa en donde casi todo el mundo
estaba fuera durante todo el día. Esta cuestión fue objeto de debate,
aunque lo que quedó claro desde el principio es que no le abandonarían
en el aparcamiento de un hospital ni en una gasolinera: primero, porque
él nunca lo haría; y segundo, porque al fin y al cabo era el abuelo.
Josetxu Rodríguez
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