ESTE año le he pedido a Olentzero un consolador y ha pasado de mí olímpicamente. Lo volveré a intentar con los Reyes Magos para ver si cuela y, como no sea así, me borro de ambas compañías y migro a la de Papa Noel que, como tiene más mundo, seguro que me comprende y satisface mis deseos. De hecho, en estos momentos le estoy enviando un guasap para que vaya preparando el pedido. En él le explico que soy una persona de bien, que cumple con su trabajo, paga sus impuestos y alimenta a su familia, pero que todo esto no significa que dentro de seis meses no esté durmiendo bajo un puente metido en una caja de cartón.
Por eso quiero un consolador. Y no me refiero a esas cosas que anuncian por la noche en la TDT y que muchas solteras y solteros utilizan mayormente para hacer la mayonesa, sino a un consolador profesional. Una persona sensible que te entienda, que te alivie la pena, que te aconseje lo mejor en cada momento. Si me lo traen, le pondré una sillita en la oficina, concretamente en la sala del café, para que esté calentito y pueda impartir sabiduría y sosiego en estos tiempos tan convulsos y cambiantes.
Como no soy egoísta, no me importa compartirlo. A fin de cuentas, el bienestar de los que me rodean es tan importante como el propio. Si la experiencia piloto funciona y nos sube a todos la moral, podríamos incluir su figura entre los delegados sindicales, que esos, con la última reforma laboral, también están necesitados de consuelo.
Josetxu Rodríguez
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