LE tengo dicho a la niña que no me traiga novios a casa, que me encariño con ellos y, luego, si lo dejan, da pena echarlos y pedirles la llave. El último estuvo viviendo unos meses en el camarote porque no tenía a dónde ir, pero cuando se acabó el verano me vi obligado a desahuciarlo para dejar sitio a las bicicletas. Me suplicó durante unos instantes, pero ya le dije: “No puedo dejar las bicicletas a la intemperie porque se oxidan. En cambio, tú no”. Hay que ser realista.
Todo empezó aquella tarde que entré en el cuarto de mi hija y estaba cambiándose el sujetador mientras él leía un tratado de semiótica comparada en Los juegos del hambre. El grito se escuchó en todo el barrio: “¡Aita, cómo te atreves a invadir mi intimidad!” Me quedé perplejo. Luego le recordé que le había bañado y cambiado de ropa durante muchos años y pregunté por qué el de la semiótica podía estar en el cuarto y yo no. La escena terminó pareciéndose al programa de Hombres, mujeres, simios y viceversa.
Así que me vengué echándolos del sofá de la sala, donde vivaqueaban los fines de semana. “El sofá es mío, la tele es mía y el mando también -les dije- y quiero ver The Big bang Theory, porque ayuda a mis neuronas a hacer la digestión”. Se fueron a la cocina, para descubrir que ya no había pizzas, ni refrescos ni helados en el frigorífico. Un par de semanas después se separaron. Tomaron la decisión ellos solos. Nunca me habría atrevido a interferir en sus vidas.
Josetxu Rodríguez @caducahoy
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