LAS maletas son como los
gatos, cuando se tiene una, no se sabe quién tiene a quién. Por eso,
pocas veces viajo con maleta. En realidad, es ella la que viaja conmigo.
Las maletas son entes autónomos que toman sus propias decisiones, casi
siempre en beneficio propio. Se rigen por extrañas leyes que, en unas
ocasiones, las convierten en agujeros negros capaces de tragarse un
trastero con su tabla de surf, y en otras, saciarse en cuanto has metido
un par de mudas y el cepillo de dientes.
Cuando se sale de viaje, el
hogar es la maleta. Por eso nos sentimos tan perdidos cuando desaparece.
Es como si nos dejara huérfanos de nosotros mismos. Hay quien hace dos
maletas, una para perder y otra para llevar aferrada, como un salvavidas
atado al universo conocido. Alguien ha inventado una aplicación que te
organiza el equipaje por medio del teléfono móvil. Hace listas en base
al destino, la climatología, tus gustos y cosas así. Nunca la usaré. No
dormiría tranquilo pensando que mi móvil y la maleta podrían ponerme los
cuernos e irse juntos a vivir a un aeropuerto, que es el limbo de los
equipajes. Un paso obligado entre el cielo y el averno del almacén de
objetos perdidos. Stephen Hawking, ese genio con el cuerpo estrujado y
la mente afinada como un diapasón, ha viajado a lomos de inquietantes
ecuaciones matemáticas hasta el borde del universo. Allí donde el tiempo
apenas tiene un tic. ¿Saben lo que encontró? ¡Exacto! Una maleta
abierta. Si no fuera ateo, la habría llamado Dios.
Josetxu Rodríguez
@caducahoy
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