EN Panamá existe una ley que permite cambiarse de nombre a quienes se llamen Aduana, Ano, Cebra, Anexo, Andamio o Usnavy, este último en recuerdo de su padre, soldado de la Marina estadounidense. Por lo que se ve, los panameños tienen una imaginación desmedida y han conseguido que el registro civil de la capital atesore 176.000 nombres de pila diferentes, algunos de ellos tan sonoros como Anemia, Hetaira, Carne, Aborcio, Amperio, Areopagita, Axila o Criterio. Sin embargo, lo más chocante es la cantidad de niños que reciben el apelativo de marcas comerciales, e incluso de electrodomésticos, sin que a los progenitores les amilane tener un vástago que responda a Chanel, Alitalia, Bayer, Airlines o Panasonic, como el primer televisor que tuvo la familia.
Poner nombre a un hijo es una gran responsabilidad en cualquier parte del mundo salvo en el municipio burgalés de Huerta del Rey, donde los padres elegían uno y el secretario del pueblo escribía el que le daba la gana escogiéndolo en el martirologio cristiano. Desaparecido el secretario, los vecinos siguieron con la tradición y ahora sus habitantes parecen el elenco de Ben Hur.
Esto me lo contaba mi amigo Sicilio Marino, vecino de Burgundófora y Elpidio, junto a sus hijos Herón y Licia, mientras ojeaba las esquelas de DEIA donde Dolores, Juan o María daban paso a los recién nacidos Ane, Markel, Aitziber, Haizea o Yerai. Y los miraba con envidia, el tío.
Josetxu Rodríguez
@caducahoy
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