ESA chica que nos mira con sus ojos
exóticos desde el anuncio de contactos del periódico hoy podría estar muerta y sus restos pudriéndose bajo el limo de la ría. Por increíble
que parezca, un psicópata con túnica naranja, que ha ensuciado el nombre
de monjes que caminan barriendo el suelo con una escoba para no dañar
al insecto más insignificante, acaba de despiezar a una de sus
compañeras y convertir en papilla sanguinolenta a otra. Todo ello con
mucha ceremonia, insensible a sus lamentos, como si estuviera troceando
un pollo o separando las piezas de un puzzle. Para un individuo de esas
características, un ser humano vale lo mismo que cualquier objeto que le
rodea. Algo que puede ser usado y desechado sin remordimiento alguno.
Estos depredadores son crueles, pero no tontos. Detectan al eslabón más
débil de la cadena, el marginado, el individuo abandonado a su suerte
por la manada. Les resulta fácil hacerse con él y destrozarlo a hachazos
sin que se disparen las alarmas, se altere el orden o se moleste a los
vecinos.
Habría que preguntarse qué tipo de sociedad hemos creado si
asimila que una o varias mujeres pueden desaparecer sin dejar rastro y
la vida continuar como si tal cosa. También es verdad que en los tiempos
que corren estamos acostumbrados a relativizarlo todo. Cualquier
familia a la que se le ha extraído el jugo es despojada de su casa y vomitada en la calle como un objeto inútil. Si el término de sociedad
psicópata no existe, quizá haya llegado la hora de pensar en él.
Josetxu Rodríguez
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