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HACE cinco días que hemos pasado al horario de invierno y todavía no he conseguido ajustar todos los relojes que tengo en casa. Y eso que los del lavavajillas, microondas, horno, frigorífico y demás artilugios inteligentes no estaban actualizados al horario de verano, por lo que se han puesto al día ellos solitos. Ahora ya no corro peligro de poner las lentejas a calentar durante una hora y 5 minutos, un espectáculo digno de El Hormiguero, pero poco aconsejable para su cocina. Aún así, todavía me queda mucho trabajo por delante: el teléfono móvil, el ordenador, el coche, el equipo de música, la televisión, el programador de la calefacción, en fin, para qué seguir.
El martes uno de los despertadores sonó a las ocho, pero eran las siete. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos vestidos, y si volvíamos a meternos en la cama se nos arrugaba la ropa. Estuvimos un buen rato mirando por la ventana y pensando en el homo intelectus que propuso esta medida para ahorrar energía, porque nosotros llevábamos una hora derrochándola. Es posible que fuera un grupo de expertos en una oficina gubernamental por ahí perdida. También es posible que los expertos hayan muerto ya y sea un ordenador olvidado con la pantalla en blanco y negro el que decrete automáticamente estos cambios, hasta cierto punto tan inútiles. No sé cuánto tiempo más durará la cosa, pero a mí se me llevan todos los demonios. Uno menos en Canarias, eso sí.
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