domingo, 10 de marzo de 2013

Del antojo al tatuaje


ESTÁ cabreado y es lógico. El pobre se pasó el embarazo de su mujer buscando a altas horas de la madrugada los manjares más insospechados para que su niña no naciera con un antojo -una de esas manchas en la piel que adoptan la forma del deseo insatisfecho de la madre, ya sean fresas, aceitunas rellenas o arenques- y ahora que tiene 18 años se ha hecho un tatuaje que le cubre medio cuerpo. Conozco el caso y puedo decirles que lo que antes era una joven bien parecida, ahora es media joven bien parecida y el resto un dragón chino que le sube por la cintura y tiene una garra posada en su teta. Ante esta oleada grafitera, algunos padres rezan para que si sus hijos se tatúan al menos lo hagan con uno que pueda borrarse. Otros se resignan ante lo inevitable:
- ¿La tuya se ha puesto algo?
- Sí. Tenía un lunar y para disimularlo se ha tatuado un sapo.
- Chica, pues ni tan mal...
- Pero luego se ha hecho un piercing en él con dos bolitas que simulan ojos inyectados en sangre.
- ¡La madre que la parió!
Hoy en día los tradicionales tatuajes de los legionarios (Novio de la muerte), de los macarras (Donador de orgasmos), de los expresidiarios (Amor de madre), de los expósitos (Beba Coca Cola) o de los indigentes (Ponga aquí su publicidad) les hacen parecer monitores de udalekus si se les compara con la variada iconografía demoníaca de los jóvenes. Ayer vi a uno al volante en cuyo brazo ponía: Cuántos peatones y qué poco tiempo. Amablemente, le cedí el paso.

Josetxu Rodríguez

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