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ES solo una paranoia, pero desde hace algún tiempo cada vez que me cruzo con un chino tengo la sensación de que me observa con curiosidad gastronómica. Como si evaluara cuántos menús del día y qué especialidades de la carta podría elaborar con un cuerpo en decadencia como el mío. La culpa no la tienen ellos, sino quienes llevan años asegurando que el gigante asiático se nos va a comer por las patas y por eso tenemos que adelgazar en lo posible nuestros sueldos y nuestros derechos para que engorde la economía y poder hacerles frente. Una paradoja como otra cualquiera ante la que solo caben dos opciones: o te la crees a pies juntillas sin pensar demasiado o te echas a la calle como los
perroflautas a reivindicar el futuro pluscuamperfecto si es que existe.
El punto fuerte de los chinos es el estómago. Durante milenios han devorado cualquier cosa sin pestañear hasta el punto de que sus escándalos alimentarios son míticos: sandías saturadas de fertilizantes que explotan al ser recolectadas, cangrejos cebados con píldoras anticonceptivas, leche sintética, carne que se vuelve fluorescente en la oscuridad... En occidente han cambiado de menú y engullen empresas textiles, de calzado, bazares, lonjas, pisos y bares, todo a tocateja y, para evitar la acidez de estómago, adquieren deuda soberana en lugar de sal de frutas. Si nada puede detener al dragón amarillo quizá sea el momento de dejarse querer. Yo empiezo mañana: Ni hao, ni hao, péngyou.
Josetxu Rodríguez